miércoles, 30 de noviembre de 2016

Visita al parque

Drenar

que aislados
me llevan
me jalan
al agua


Amate

Relámpago de suelo 
con atención escucha
al cielo


Horrores

Entendí a la poeta
que me hablaba del mundo
le hablaba al amor
y le respondía con horrores

lunes, 23 de noviembre de 2015

Cómo hacer una crónica de día, parte II (Punto de fuga)

Ahora me parece bastante absurdo, yo creía que era algo que te encontrabas sólo en el repugnante mundo fantástico del dibujo, ese pretencioso intento de tridimencionalizar un pedazo plano de lienzo. Se ve tan falso, hasta parece increíble que yo esté aquí parado frente al concepto más básico de la clase de dibujo, pero no tengo otro lado a donde ir; el parte ya cerró y no quiero entrar a casa. Tengo miedo de enfrentarme a lo que me espera ahí: ella recién volvió del hospital y la verdad es que aborrezco todo el protocolo de recibimiento posthospitalización. 


Es un boceto algo sencillo: el típico desdoblamiento del mundo entero desde el centro de la composición. A los lados las paredes, abajo el suelo y arriba el cielo. Hay árboles y casas, en la esquina más lejana, del lado derecho, está la mía (y de ella). Más cerca de donde estoy parado hay una casa adornada con motivos navideños y eso me molesta bastante.



Es curioso cómo la calle que tantas veces había caminado con emoción hoy me parezca insoportable; me lo pareció desde el momento en el que me paré en esta esquina y miré hacia ella. Me parece impenetrable, plana, artificial. Me siento partícipe de la inminente desintegración de todo lo que sucede sobre la acera. El perro que se pasea y su dueño que lo sigue, la pareja que se detiene bajo cada árbol y se fusiona en un ente que ahora su primera persona siempre es en plural. Me siento el autor de las historias que cada sujeto en observación me ofrece.


La bruma es adecuada; da una sensación de pared, de densidad, que me ayuda a convencerme a no volver a caminar por ahí, dar la vuelta e irme. Las luces que iluminan la calle y solían invitarme a caminar bajo su luminosa protección ahora son difusas y las sombras que acompañaban a los objetos, tan fieles a ellos que se adherían fuertemente a sus pies, ahora son informes. Los colores vivos del otoño que tanto me gustan ahora son desaturados. A fin de cuentas, la bruma es adecuada.


martes, 25 de agosto de 2015

Recordatorio

Algún día, quizá lejano, se escurrió de la cama. Debió agarrarme muy dormido o con las almohadas muy altas, porque a nadie se le ocurre que hubiera sido sin almohada. Ya se sabe que las cosas cambian, pero eso de la gravedad es inamovible y ni las lágrimas, ni los sueños, ni las pasiones caen en horizontal.
Tiene varios días que me lavanto con el aroma de su ausencia, sigo el rastro a la sala y después al comedor, como huellitas que han estado en el piso y que ahora tienen encima tanta lana de la alfombra y tanta pelusa de perro. ¿Por qué será que las personas se la pasan tapando los olores con lavanda o limón? La esencia de las cosas ya no alcanza el aire sino que apenas puede estar en la última capa del piso.

Hoy, 25 de agosto, he decidido escribirte por fin, decirte que no me acostumbro a tu ausencia, que no me apetece la tranquilidad de las madrugadas aún cuando antes odiaba hasta el tuétano que fuera tu voz la que me despertara por ahí de las tres con quince para contarme cosas. Ya no me sabe igual el café de las mañanas en los que podía tocarte y revisarte y revisarte y ojearte, porque siempre me habías parecido digna de la más alta precaución y corrección, porque encontraba en tu cadencia el más celestial de los éxtasis. No digo que haya sido tu culpa, porque tú no te fuiste, yo te llevé a la puerta, sabiendo que sin palabras te decía que esta era tu casa, que regresaras cuando quieras. 

Sigo esperándote en la pluma de todas las noches que empuño sin ganas, y en los esfuerzos que me parecen monumentales para encontrar ese momento que  te deja desprovisto de todo y expuesto, como lo hacen las montañas en el más sórdido de los vientos.
Porque uno puede olvidar o conquistar o dejar ir a hombres y mujeres, pero el día que se van, como tú, las pasiones, habrá que hacer un inventario, desempolvar los verbos, jalar del cabello a los sustantivos que estarán en alguna parte del inferior de la cama, juguetear las conjunciones y hacerte volver. Que te enteres que te necesito, que me haces falta en todos los sentidos. Hay una lista de todo lo que ha hecho falta, algo de eso en las últimas semanas, tú en los últimos meses. 

  • 1 kilo de huevo
  • Pan de caja
  • Limpiador de baño
  • Azúcar
  • Café
  • La pasión por escribir
Déjate encontrar.

jueves, 20 de agosto de 2015

Boca sabor a Luna (Carta de amor a una astrónoma)

Sólo siento esa punzada latente y constante. Esa punzada que atraviesa mi frente que duele, pero no duele en la frente, duele en los huesos. Duele en la cama, en los ojos, en la risa. Tanto duele que hace cosquillas. Hace que la manada de mariposas que vivían en mi aparato queretorio se vuelvan locas y quieran salir. Quieran salir por mi boca para que, ahora que estás frente a mi, choquen contra tu rostro como en símbolo de repudio, para que te vayas. Pero no las dejo. No las dejo porque eres lo único que me queda.

Y ahora todas esas mariposas vuelan sobre los peces; esos que van así. Y miran tu sonrisa, y la miro yo también. Y te extraño y me gusta. Todas esas mariposas me llevan volando a ese jardín de hace veintidós meses y te extraño.

Ya te dije que te escribí en tinta negra y tinta azul. Ya te dije que te guardé y te doblé para verte cuando quisiera. Ya te dije que te besé con la voz mientras caminabas sobre las cuerdas y saltabas a las teclas. Te vuelvo a escribir en tinta negra, esta vez para que regreses a ti, porque no quiero doblarte y guardarte en el cajón.

Porque hace veintidós meses del jardín, había una pareja que reía, que se quería y que se besaba. Había una pareja que pensaba que lo que estaba por suceder iba a ser lo mejor. Había una pareja que guardé entre mis sábanas y en fotos. En pinturas y en dibujos y en cartas.

Hoy decido no guardarte, para que puedas salir y ser lo que quieras. Se me hace la cosa más extraña escribirte para que leas, se me hace hasta raro que haya puesto mi esfuerzo en una carta, porque sabes que yo no soy así. Creo que hasta ahora ya te he dicho todo y creo que ya me has perdonado bastante como para pedir más. Sólo quiero que hagas lo que a ti te haga feliz. Sólo quiero que gastes el tiempo con quien tú quieras gastarlo, con quien el gasto no se vea tan radical.

Sólo quiero que la pases bien, porque de eso se trata.

martes, 11 de agosto de 2015

Áncora

El teatro rojo atrae
mero entretenimiento garbo para ellos
Disfrute de aquel niño azul

De su obra, tragicomedia
Ver su antiheróico rostro

Mis invitados, enemigos
Sentimientos ajenos a los nuestros
Arder, porque sabemos que no

Ver sus estupefactos rostros.

Mis invitados, enemigos
Sentimientos cercanos, apariciones
Arder, porque son ellos, apareciendo

La luna escribe en lienzos una
Frase de putrefacción anticipada
Es como si me importara
Tan imperfecta.
Necesaria, también, 
como tu sangre misma.

Tu sangre
Misma

miércoles, 7 de enero de 2015

A veces tengo preguntas que me quedan sin responder. En realidad nunca les doy importancia porque las olvido casi instantáneamente, pero hoy surgió una que parece no querer irse al lugar del olvido de tantas interrogantes insolutas, porque no lo sabe. No sabe a dónde se van las pegas sin respuesta. De hecho, la pregunta me pregunta que a dónde se van las preguntas sin resolver y yo hago todo lo posible por responderle pero me encuentro en un confusionismo de dádivas soluciones imaginarias.

Supongo yo que han de partir a un paraíso de preguntas sin respuesta, en donde todas pueden preguntarse pero no responderse...

jueves, 18 de diciembre de 2014

El paraguas de Wittgenstein (Óscar de la Borbolla)

1. Como la gente se conoce o no se conoce nunca, pero total a veces se enamora, suponte que la lluvia te reúne con una mujer debajo de un paraguas. Tú le dices: ¿Me permite? y ella, indecisa y sorprendida, sopesando los pros y los contras te contesta que no, que el paraguas es suyo y que te vayas. Suponte que obedeces y te alejas brincando los charcos y que al cabo de una calle, dos calles, tres calles encuentras un techito para guarecerte y que ahí, precisamente ahí, se oculta el asesino que estaba escrito habría de matarte y que te sale al paso con aquello de la bolsa o la vida, y tú respondes que la vida, porque estás empapado y sientes frío y ganas de morirte o de pedir una taza de café muy caliente, pero como en ese zaguán no hay servicio de cafetería, pues te atraviesa con tremendo cuchillo y desde el suelo miras a tu asesino perderse con tu reloj y tu cartera detrás de la cortina de lluvia de la que sale la muchacha que no te quiso asilar bajo su paraguas, y cuando ella pasa: tú mueres.

1.1 Suponte que el cielo existe y que se te ocurrió morir a las seis de la tarde o, mejor, que tu asesino te haya matado a esa hora o, si lo prefieres, que el tiempo que todo lo coordina haya sincronizado con gran precisión los relojes para que murieras en tu país a las seis de la tarde sin que tú ni tu asesino anduvieran preocupados por la puntualidad. Si el cielo existe, a las seis y cuarto llegarías a sus puertas remolcado por la columna de humo de alguna chimenea próxima al sitio donde habría quedado tu cuerpo. Las puertas están abiertas de par en par, entras, caminas, buscas por uno y otro lado, pero no hay nada, no encuentras a nadie: El cielo es un hangar infinito, piensas y te pasa por la conciencia la imagen de la mujer que en mitad de la lluvia te negó la sombra seca de su paraguas.

1.1.1 Suponte que además de cielo, haya Dios: tu ascenso y llegada son los mismos, sólo que ahora encuentras un mostrador y, detrás del mostrador, un mayordomo de levita verde que te hace señas con su linterna de bencina para que te acerques. Das unos pasos y en el acto descubres en el verde chillón de la levita que el cielo no es lugar para ti, que a ti te corresponden otros pasatiempos: descifrar de por muerte las razones por las que esa mujer se negó a compartir contigo su paraguas, y otros asuntos por el estilo.

1.1.1.1 Suponte que haya Dios y que te está esperando, que cruzas la eternidad y el infinito que no son otra cosa que una fila interminable de salitas de espera, salas y antesalas de espera, y que al final, o lo que tú consideras el final, encuentras unos muebles como de cafetería, con sillones confortables de plástico azul, imitación cuero, y que tomas asiento convencido de que si Dios te aguarda: tú debes reunirte ahí con Él. Palpas el forro azul del sillón y tus antiguos hábitos te hacen desear una leche malteada; pero Dios, aunque te esté esperando, no llega y en su lugar, asociado por la malteada y el deseo, lo que viene a ti es el recuerdo de la mujer que en la lluvia te dijo: No.

1.1.1.2 Suponte que Dios llegue: el recorrido previo podría ser idéntico a excepción, claro está, del color de la levita del mayordomo, porque si Dios llega la levita tendrá que ser color obispo. Tú estás sentado en el sillón azul de plástico deseando una malteada y en ese momento llega Dios disfrazado de camarero y sobre una charola trae precisamente esa malteada que tú deseas; viene con corbata de moño y un higiénico bonete en la cabeza. Tú te levantas respetuoso y lo invitas a sentarse, Dios accede y le convidas un sorbo de tu leche, pero Él declina y te explica que acaba de comer, que te lo agradece pero que no tiene apetito. Tú retrocedes apenado: comprendes que fue impropia la manera confianzuda con la que le ofreciste el sorbo y, temeroso de haber cometido una imprudencia, preguntas si se puede fumar. Te responde que sí y hasta te acepta un cigarro. Tu mano tiembla por estar encendiendo fósforos humanos en la cara de Dios. Sin embargo, Dios aspira y comenta: Son buenos sus cigarros, ¿tabaco rubio? No, contestas sin darte cuenta de que corriges nada menos que a Dios, son de tabaco oscuro. Está menos procesado, ¿verdad?, dice Él, y tú contestas que sí, que se trata de cigarros baratos. Pues están magníficos, asegura Él. Tú aspiras el humo y piensas que no son tan buenos, pero no te atreves a decirlo. Dios mira a su derredor y hace un comentario a propósito del plástico azul de los asientos, algo acerca de que parece cuero. Tú le das la razón, Dios termina su cigarro y dice: Bueno, pues Yo, usted sabe, tengo que irme, ha sido un placer. Tú no atinas a decir nada y, cuando Dios se aleja por entre los sillones que parecen forrados de cuero azul, recuerdas el modo como tu asesino se alejó por la calle mientras llovía y la cara de la mujer que no quiso aceptarte bajo su paraguas.

1.2 Suponte también que no haya nada, que tú te mueres a las seis de la tarde porque la lluvia te obliga a buscar dónde protegerte y el techo hospitalario que te pareció inofensivo ocultaba al criminal que habría de matarte a resultas de que hubo una mujer que no quiso compartir su paraguas contigo. La chimenea soltaría al aire su bocanada sucia, la lluvia atravesaría el humo y lo bajaría al piso vuelto hollín, polvo finísimo mojado que el agua arrastraría junto con tu último suspiro hacia la alcantarilla. Al día siguiente tu cuerpo lavado por la lluvia sería encontrado: Un muerto, gritarían; pero tú no oirías nada, ni siquiera el sonido de la lluvia, ni los pasos de tu asesino, ni el no de la mujer que te excluyó de su paraguas; no oirías ni verías ni sabrías nada: nada de leches malteadas, ni de pláticas con Dios, ni mayordomos de levita, ni sillones que parecen de cuero. No habría nada.

2. Ahora suponte que abajo del paraguas ella te contesta: Sí, claro, acompáñame. Y tú, indeciso y sorprendido por haber repasado algunas consecuencias de su negativa anterior, comienzas a contarle que el "no" que te dijo en otro cuento te lanzó a las manos de un asesino y a unas pláticas con Dios y a una serie de hipótesis que ella festeja riendo, justo cuando pasan frente a la puerta donde está el asesino que espera que tú llegues chorreando para matarte; pasan de largo y, como la tarde está de perros y apenas son las seis, ella propone entrar en la cafetería que queda en la calle siguiente, la cual, por supuesto, tiene los sillones azules. Entran, se sacuden la lluvia que les perla la ropa, y ella pide una leche malteada y tú, un café.